Editorial
Volvemos a la escuela después de un largo receso. Caminamos por los mismos pasillos y tocamos con la punta de los dedos las mismas paredes descascaradas, sufrimos las mismas goteras, el mismo frío, observamos las viandas raquíticas, nos reencontramos con las caritas de los niños que no vemos desde hace un mes, con los colegas y con la escuela tal cual la habíamos dejado a comienzos de julio. Como rastros o como indicios, notamos los magullones que los gobiernos de turno han ido dejando con trompadas precisas y a quemarropa en la escuela pública. Aunque la fuerza política que hoy gobierna
Un breve recorrido por la gestión macrista nos provee la cuota suficiente para comprender el rechazo de este gobierno hacia lo público. Porque la escuela, sigue siendo un problema para los intereses de este gobierno. Su carácter público, laico y gratuito, la estabilidad laboral de sus trabajadores, la capacidad (cada vez más afectada) de incluir al excluido la pone en la mira, en el blanco preciado de un conjunto de medidas y reformas criminales. Una ecuación simple nos plantea esta gestión, ecuación que no está de más explicitar: si el sistema de sociedad en el que vivimos se basa en la desigualdad, en la explotación, entonces la escuela pública no puede ser una alternativa a todo eso, la escuela pública no puede cuestionar al resto del sistema.
La relación
El salario deteriorando debido al aumento de precios, los trabajadores de varios programas que aun siguen sin ingresar al Estatuto, la reducción de horas cátedras en el CEPA y el cierre definitivo de cursos y postítulos (como por ejemplo el de Matemática) resumen e indican el lugar que pretenden para los que hacemos día a día la escuela pública. El último incremento de nuestro salario fue de un 9% y la canasta básica sigue siendo un privilegio inalcanzable para los docentes. Los trabajadores deben ser (más) flexibilizados y hacer de sus trabajos una precaria e inestable fuente de ingresos.
Pongamos en la categoría de fraudes o de negocios sospechosos la sobrefacturación que existe en los trabajos de pintura, y reparaciones de edificios escolares: pintura y albañilería menores en paredes que se cotizaron en cifras entre 400 y 500.000 pesos; la compra de pizarras electrónicas para escuelas que tienen equipos de informática medievales o pizarrones destruidos; la adquisición de material didáctico por cifras exorbitantes (Legos, colchonetas). El gobierno establece necesidades que no tienen relación con la realidad de las escuelas. Como una broma de mal gusto, se hacen obras que no pedimos, que no deseamos, mientras se soslayan trabajos urgentes de infraestructura en techos, sistemas de gas y electricidad.
Podríamos ubicar estos hechos, corriendo el riesgo que se corre en toda reducción y en toda comparación, en el marco de una tensión histórica entre lo público y lo privado. Como en el juego de la cinchada, de un lado de la soga tiramos los trabajadores, los alumnos, las familias estamos en nuestra escuela pública; del otro lado, hacen fuerza los grupos económicos, los licenciados etéreos, los ministros lacayos (ataviados en trajes progre o encapuchados como verdugos serviciales), los sindicatos burócratas (la conducción Celeste de
La escuela está abierta nuevamente, después de treinta días de receso. En los patios se vuelcan el sonido de una ronda, el color y el calor de las manchas; una pelota fugitiva repiquetea sin dueño. En las aulas se desperezan los cuadernos, un cuento se nos escapa de las manos, la letra apretada en un renglón corre hasta el margen y ocupa el espacio. Retomamos el hilo de las cosas, del conocimiento para todos, de los diálogos inconclusos. Vamos a tirar de ese hilo porque es de nosotros y por que vale la pena.